¡Cómo se viene la muerte tan callando!
por José Eduardo Serrato*
Pues sí, como te cuento,
estuve en el hospital varios meses. Me puse a hacer el recuento de mi vida.
Nunca había considerado el lenguaje como una catarsis, la escritura es la cura
más antigua de la inteligencia. Creo que san Agustín quedó en paz consigo mismo
y con su madre cuando escribió las Confesiones. Que me imagino que le
costaron un huevo escribir; desde allí empezó a ser mártir. Confesó que le
entró con ganas a las libaciones, a las orgías, y hasta que era macho calado.
Fue un pagano con disfraz de cristiano. Y bien por él, pero qué mal para los
que cultivan la culpa; que son pocos, en el fondo todos veneramos la doble
moral. Por algo el cabrón de san Pablo recomendaba hacer lo que decía y no
seguirlo en las obras. Se nos olvida que el patriarca Pablo fundó la misoginia
occidental, nada accidental.
Pues ya te digo, las
enfermeras estaban tan horribles que me puse a leer y, cuando ya pude valerme
por mis propios medios, a escribir. Te he de confesar que fantaseaba con la
idea de que lujuriosas enfermeras me iban a bañar en duchas casi jacuzzi y que terminaría aquello como
una película pornomexicouniversitaria en donde el profesor le enseña el abc
del kamasutra a una enfermera que de preferencia se parecería a Bárbara Mori o
de perdida a Salma. No, nada de eso, con razón la gente se queja del ISSSTE,
uno puede morir de un infarto agudo causado por la fealdad extrema de las
enfermeras, sobre todo de las que cubren el turno nocturno. Cómo me las
recomendó san Agustín, feas y toscas. Opté porque me bañaran los familiares, y
algunos días por no bañarme.
En fin, me di cuenta, al vivir
muchos meses lejos del medio universitario, que el mundo está dividido
fatalmente entre los que leen y los que les vale un cacahuate los libros. ¡He
vivido en una burbuja esterilizada toda mi vida! Mis referencias son puramente
librescas, era imposible comunicarme con afanadores, enfermeras, e incluso
doctores. Nadie hablaba mi idioma. Cuando fui al quirófano naturalmente invoqué
a Valéry y a Ortiz de Montellanos. Se me ocurrió comentarle al cirujano que la
base de la cirugía moderna se inspiraba en las torturas practicadas por los
médicos del Tercer Reich. El joven médico muy orondo de su ignorancia me
contestó con un recóndito –que le salió del fondo de la estulticia- ¿el Tercer
qué?
En mis pesadillas de hospital
pasaba del pabellón número seis al consultorio del doctor Farabeuf. Me
perseguían enfermeras travestís con jeringas fálicas hasta que, bañado en
sudor, despertaba gritando que Pepe el toro es inocente. Narcotizado de nuevo
inventaba otra pesadilla. Creo que extrañaba mi ambiente natural universitario,
echaba de menos la feria de vanidades de la vida intelectual. Sin mencionar el
vino tinto, cerveza, tequila, gin and
tonic, vodka y demás estimulantes de la imaginación.
Pero te digo, me di cuenta de
las virtudes curativas del lenguaje. Mi madre siempre me dijo que el
psicoanálisis ─ni idea tenía mi santa madre de lo que era─ lo
habían inventado para sacarle dinero a los ricos. Si éstos trabajaran como
obreros no estarían locos y no andarían enamorados de sus madres, que era como
mi jefa traducía el complejo de Edipo a su contexto de obrera de tiempo
completo y madre de un hijo único con un agudo complejo edípico que siempre
buscó el recuerdo del rostro materno en todas las mujeres que amó, hasta que
cayó desplomado por un infarto agudo al miocardio en la flor de la edad madura:
los 39 años. ¡Cómo se viene la muerte tan callando!
* Profesor de Literatura
CEPE-UNAM, México,
D.F.
jesc@servidor.unam.mx