Crónicas, cuentos y anécdotas |
Crónica de un medio de transporte en la CDMXLyvia Torres Roldán* |
Green and Gray Background by Waffles-Rulez Foto: http://waffles-rulez.deviantart.com/art/Green-and-Gray-Background-171321298 Dentro de una burbuja rodante, voy sorteando los baches habitantes del pavimento de las calles del sur de esta ciudad. En los territorios de este punto cardinal citadino me muevo y por acá vivo. En esta temporada lluviosa predominan dos colores que unen al cielo con la tierra: gris y verde. Ambos colores despliegan su amplia variedad de matices. El cielo se exhibe como el vasto muestrario del tono del cabello de las mujeres que avanzan en la conquista de su edad: cano revuelto con negro, cano sobresaliente, cano grisáceo cruzado con blanco, hasta alcanzar el triunfo níveo que cubre pacífico las cabezas de las abuelas. El verde es poderoso, sólo utiliza al cielo gris como telón de fondo y lo hace para lucir en la ciudad la extravagancia de la multitud incontable de hojas en tan variados tonos, y que cuelgan de quién sabe cuántos árboles, cuyos nombres sólo los amantes del paisajismo biológico conocen. Y son tantos esos árboles, que de tanto verlos los que recorren sus calles, ya no los ven. Son elementos de una escenografía ya muy vista. Tal vez nunca han reparado en que esta ciudad, a pesar de todo, es verde y muy resistente verde. A bordo de la burbuja rodante observo la prisa con la que se mueven y desplazan las personas, cada una encaminado a su destino diario, el que parece que no cambia, aunque pasen los años y los viandantes de ese barrio sean los mismos. Viajeros diurnos ocupan autos, camiones, metrobuses, microbuses, motocicletas, bicis, todos envueltos en una sinfonía de ruido desquiciante de bocinas como focas escandalosas, rechinidos de frenos preventivos, o algún golpe de metal del distraído que perdió el ritmo vehicular. En esos eventos, no falta el cruce de palabras altisonantes con referencia a las madres de los conductores adornadas con señales de dedos erguidos como asta bandera fuera de las ventanillas de los autos o autobuses. ¿Qué tienen que ver las madres en este desaguisado urbano? Reflexioné sobre el asunto y no le encontré sentido. Mientras tanto, el ambiente es cubierto con el olor a humo espeso, que se eleva en exhalaciones para completar el gris del cielo con nubarrones amenazantes. Esta mañana, la burbuja y yo estuvimos apretujadas entre coches y camiones cuando, de pronto, se angostó una calle, se volvió tan estrecha cuando antes fue una avenida y, ahí, como un embudo nos parió, nos puso frente al paso de otra calle con sentido en todas direcciones, era mi recorrido hacia la UNAM. Pasé y me detuve intencionalmente frente al mercado de las flores. Necesitaba reconectar con la belleza y la paz. Fue mucho metal, mucho ruido, mucho vocabulario mal vibroso, mucho olor a combustibles quemados. "Un coctel venenoso", pensé, en mi pobre aura que después de esa travesía ya podía estar desdibujada. Así que me abracé a los ramos opulentos cargados de las flores de todos los tipos y olores. Inhalé lentamente los aromas perfumados que ahí se acumulan y envidié a las abejas que se la viven pasando de flor en flor llevando y trayendo el polen. Un debate científico añejo ha versado sobre quiénes son más trabajadoras si las abejas o las hormigas. Ríos de tinta han corrido y no se ponen de acuerdo. Voto por las abejas que, además de trabajadoras, son muy listas al gustar y disfrutar de la belleza, los buenos sabores y olores, sin contar con su buena organización. Por algo no chocan ni se atropellan como los humanos en las avenidas de esta ciudad. Hoy por la tarde reorienté mi rumbo del sur hacia el norte. Apertrechada en la burbuja, vi el cambio del paisaje urbano por poco tiempo, pues al continuar en el camino, fui engullida por una enorme garganta gris concreto que me condujo hasta el vientre de una ballena que ni Jonás pudo soñar en esa dimensión. Su silueta de lejos y de cerca es tan absurda como el nombre de la vía de la que forma parte: el Anillo Periférico, que ni es anillo ni es periférico. Es una bestia descomunal y fea. Así nació la pobre, tan extraña de formas. En tramos ostenta sus extremidades elefantiásicas que la sostienen y, en otras, cual dromedario cambia de altura con su doble joroba. Da giros imitando a la montaña rusa destartalada y vecina, con la que convive por momentos. Siendo engullida como fui, tuve tiempo para verla por dentro, su color, mejor dicho, el monocolor gris preponderante cubre todo. Si una enorme sierra la cortara en rodajas, encontraría partes idénticas al huacal de un guajalote devorado en Navidad, del que sólo quedan los huesos. En otras simula ser un cilindro hueco sostenido por aquellas patas de elefante. En otras más, exhibe su abierto desafío a la gravedad, en sus tres giros con salto mortal de un trapecio de circo o se mimetiza con una montaña rusa que da escalofríos sólo de verlo. Es desconcertante observar que la bestia fue concebida para agilizar el movimiento de los vehículos y resultó ser una invitación para rellenarla con estos hasta más no poder. Largas hileras de incontables coches, camiones colados sin permiso, la recorren por dentro y sobre ésta a velocidad cero. Al verlos, visualicé a las protagonistas del debate de la productividad zoológica, las incansables hormigas en fila india, uno, dos, en marcha constante. Pero no, dentro y sobre la bestia de concreto es imposible sostener ese paso, ningún paso, ahí el tiempo queda congelado. La imposibilidad de recorrer distancias a velocidades aceptables generó otra idea brillante: medir la contingencia ambiental para así sacar vehículos de circulación. Pero igual que sucedió con la aparición de la bestia, estos se multiplicaron y también se convirtió en otro azote como las plagas de Egipto, que cayó como maldición sobre los agotados conductores de esta ciudad. Un archienemigo apareció, recibió un nombre extraño, el odiado dióxido de carbono. Su camuflaje son partículas suspendidas y letales cuya medición en aumento anuncia un futuro poco halagüeño. Y mientras tanto, acá sigo como colgada de la joroba de la bestia, en el trapecio del segundo piso. Trato de ver algo que me reanime; el Ajusco desapareció tras los grises nubarrones que se niegan a marcharse. Ahí, en medio de mi desazón, recuerdo que la esperanza tiene un color, el verde, el resistente verde. Sobre las banquetas de la lateral de la bestia gris, observo los agujeros donde manos pacientes de algún vecino sembraron alguna semilla, tal vez un retoño que ya creció. Levanto la vista y descubro en los patios de las casas los innumerables árboles que los citadinos tanto amamos y a la vez ignoramos. Y ellos con sus incontables hojas en diferentes tonos, son los guardianes que enfrentan con valor y entereza a sus enemigos, que al parecer somos nosotros mismos. *Estudiante de Teoría de la Crónica Literaria CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México |
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