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Dolor pasivo

Beatriz Cuatepotzo*

 

Somnolienta, agitada e incómoda por las diversas actividades rutinarias madrugadoras: tender cama, meterme a la regadera, preparar el desayuno, en fin, detalles que meses anteriores no me correspondían, ya que, como hija de familia, mi madre solía apoyarnos a mis hermanos y a mí.

Ese 19 de septiembre de 1985, un día más de mi realidad como toda una señora casada. Qué irónico: yo, en contra del régimen conyugal y machista, y estar en ese departamento contrariada por no haber colaboración en los quehaceres de parte de un joven que amaba, pero que no entendía la interrelación en el trabajo doméstico.

06:58 a.m., marcaba justo el reloj donde era obligatoria la checada de un horario de trabajo en ese enorme hospital. A la entrada, presurosa para no llegar minutos más tarde, topando de frente con tantos compañeros que entran y salen del hospital, con escandalosos saludos de bienvenida o despedida y hacerse escuchar, era una lucha de voces. Con un gran suspiro, logro llegar a tiempo. Continúo y hago una parada exprés en los vestidores de mujeres. La complicidad se huele en el lugar, como ese polvo de maquillaje, el cual no deja lugar a dudas de que todas quedarán espectaculares (aunque una que otra quedará igual, no hay milagros, ni remedios) antes de emprender camino al servicio que cada una tenía asignado.

En estas fechas, tenía asignada el área de hospitalización. Son servicios cambiantes, según las necesidades o más bien el estado de ánimo de la jefa de nuestro departamento. Camino rápido por los largos pasillos que conectaban los servicios con las diferentes áreas del hospital, como el laboratorio de análisis clínicos, radiología y tomografía, parte de consulta externa de cardiología, hasta llegar a la oficina de trabajo social de hospitalización.

07:08  a.m. Entro, saludo a las compañeras, dejo mis objetos personales en un cajón de un estante, tomo mis cosas de trabajo. Una rutina sin editar ni corregir.

7:15 a.m.  Estoy con una paciente programada para operarse por la tarde, empezando a realizar su ingreso cuando súbitamente se mueve mi silla, hasta rodar de un extremo a otro.

7:17 a.m. Se escuchan los crujidos del edificio, se cimbra el piso haciendo chocar las uniones de los pasillos; los gritos ensordecedores de los pacientes y sus familiares no permiten escuchar las indicaciones de algunos compañeros que intentan calmarlos. La lucha ya no es de nuestras voces, sino de los adentros. Grité con angustia: está temblando; fueron segundos de pánico, sentíamos interminable ese movimiento terrorífico. No era posible tener serenidad ante el sobresalto. No pude distinguir qué tipo de movimiento telúrico era, ni me interesaba; lo único que pasaba por mi cabeza era salir huyendo veloz. Con tropiezos y aventones sobre quienes quedaban atónitos ante los fuertes crujidos de aquel monstruoso inmueble, veía correr ágiles y despavoridos a muchísimos compañeros que jamás pensaron en apoyar y, sobre todo, en usar los pasillos como pistas de competencia. Competíamos por vivir. De manera escurridiza y temerosa, iba a la salida, preocupada por mis objetos personales, por las llaves de mi departamento, en fin por tantas cosas tan irrelevantes para ese momento.

07:19 a.m. Parecía que había pasado el temblor, pensé que había quedado en susto, en ansiedad. Entre murmullos, temores y lamentos, poco a poco regresábamos a las actividades; los pacientes y familiares a su espera por la atención médica o lo que requerían, nosotros a nuestras actividades cotidianas, aun con el temor de sentir alguna réplica o que se presentara nuevamente otro movimiento.

Era agobiante ver los rostros de aquellos que no podían comunicarse vía telefónica con sus seres queridos; aquellos indecisos a retirarse para saber de sus hogares. Nosotros no podíamos más que prestar los teléfonos para que insistieran en las llamadas. En ese tiempo, muy pocos, contadas personas, contaban con celulares, y ni hablar de internet, aún no existía, por lo menos en nuestro país.

¿Cómo poder saber qué estaba ocurriendo en la ciudad?... No se permitían aparatos electrodomésticos como la televisión dentro de las instalaciones.

7:28 a.m., aproximadamente. Empiezan a fluir los primeros reportes de que había sido un sismo de 8.1 grados, se encontraban varios edificios dañados. Hasta ahí se sabía. Mi desesperación empezó a crecer, por no tener noticias de mi familia, mi esposo, mis hermanos, mis padres, mis…  

Alguien prestó un televisor en la sala de cardiología y otro en la dirección, y pudimos apreciar las tomas de los diferentes reporteros, empezando por Jacobo Zabludovsky; eran aterradoras. Nunca nos imaginamos la magnitud del sismo ni lo que había ocasionado. Las labores y la concentración para continuar con el trabajo durante esa mañana fueron muy complicadas, yo diría desgastantes; tenía la sensación de que en cualquier momento volvería a sentirse ese movimiento en mis pies, pensaba cosas horrendas en caso de que volviera a temblar. Pese a las indicaciones de los jefes o superiores de guardar calma, silencio y brindar tranquilidad a los pacientes, mi intranquilidad no me dejaba concentrarme, únicamente se mantenía la sensación de ese estrepitoso movimiento.

Atendíamos a los derechohabientes, los escuchábamos, había quienes de forma sarcástica se hacían bromas entre ellos, de imaginar los edificios en forma de pastel aplastado. Sin embargo me preguntaba de forma egoísta: “¿Y a nosotros, en esos momentos, quién nos consolaba, quién nos daba una palabra de aliento para no estar sufriendo pensando en qué estaba pasando en nuestras casas o con nuestros familiares, dado que manteníamos un encierro asalariado y obligatorio?”.

Los reportes y noticias de nuestras familias aparecían lentamente, las desgracias empezaban a fluir; era inminente la desolación de aquellos que tenían noticias de desgracias humanas en casa.

15:00 hrs. Me retiro de mis labores y, frenética, voy a casa. Tráfico desbordante; llanto y gritos que brotaban de todas partes, era un manantial de dolor. Mi asombro no terminaba. Atónita, caminé por diferentes calles acordonadas y donde negaban el paso, gritos, lamentos, era interminable. “Retírese, no estorbe, no hay paso” gritaban civiles, tratando de organizar lo desorganizado. En ese momento no tengo idea de cuánto caminé, no había transporte, no encontraba forma de trasladarme a casa, lo único que pensaba era en cómo estaría mi esposo, si mis familiares estaban bien, sin eventos catastróficos. Casi todos vivían en el Estado de México. Yo era la única que vivía en Narvarte y trabajaba en la Roma.

Cuando llegué y vi a Jesús (mi esposo), me puse a llorar, se derrumbó en mí el último edificio en pie. Recuerdo que lloré muchísimo abrazada a él. Comentó que no le había dado tiempo de ir al trabajo, porque exactamente minutos antes de que saliera ya estaba temblando. Poco a poco fui contactando a mis familiares y conocidos, afortunadamente sin novedades negativas. Nada más quedaba el miedo latente de que se repitiera.

Los días siguientes fueron muy complicados, las jornadas de trabajo eran muy prolongadas, se brindó el apoyo para recibir pacientes de todo tipo, sin ser derechohabientes. Desconocíamos que eran brigadas de campo, y fue muy doloroso para mí y para los pacientes que enviaban, observar una ciudad tan hermosa, ahora totalmente devastada.

Una experiencia dolorosa que se repite en 2017, 32 años más tarde.

 

 

Fuente de imagen:  https://commons.wikimedia.org/wiki/File:CONALEP_CENTRO._FRENTE_AL_CINEMEX_PALACIO_CHINO.jpg

*Estudiante del Taller de Crónica Literaria.
  CEPE-CU, UNAM, CDMX.


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