Mi primer día en la ciudad
Sureya Melkonian*
Una habitación de hotel en el D. F.[1] Las paredes estaban pintadas de turquesa, las sábanas eran de color rosa, la mesa estaba moteada de amarillo. Incluso en el interior, con la tenue luz del amanecer de la primera mañana, cada centímetro de esta ciudad era de color. Papá y yo fuimos al restaurante debajo de nuestra habitación para desayunar mientras los demás empezaban a moverse bajo esas delgadas sábanas del hotel. El olor a tortillas fritas en aceite de maíz era espeso cuando pedimos cuatro platos del mostrador para llevarlos de regreso a la habitación. Estaba emocionada de probar el plato de mole y huevos, ya que me habían dicho que el mole era chocolate. Era menos dulce que ahumado, granulado, pero era nuevo. Tenía ocho años, con parches cubriendo ambas rodillas de mis jeans, y este fue mi primer viaje a un nuevo país (al extranjero).
Recuerdo el primer panda vivo que vi con mis propios ojos en el zoológico, las nubes de vapor de diesel que me hicieron contener la respiración sin saberlo al cruzar la calle, y los cacahuates especiados en conos de periódico. Además, recuerdo la pasta de tamarindo deliciosamente agria en bolsas de plástico: muerde un trozo con incisivos y chupa la pulpa alrededor de las semillas grandes antes de escupirlas. Recuerdo los perros de tres patas corriendo, y mi hermana quería correr y besar a cada uno. Recuerdo que mis padres nos dieron unas monedas a mis hermanas y a mí para que pudiéramos comprar un par de pequeños paquetes de chicles a los niños de mi edad en la calle. Ya era una niña tímida, la tarea era aún más difícil, ya que me daba vergüenza no poder hablar español. Recuerdo los tamales con aceitunas verdes que comimos en un banco en el enorme parque Chapultepec, haciendo de las aceitunas una de mis comidas favoritas. Y también recuerdo haber mirado el agua oscura de los canales de Xochimilco, buscando con miedo, disgusto y emoción, mezclados por los axolotes gigantes, de los que me habían avisado, ¡tan grandes como un perro!
Recuerdo las lluvias de las tardes que nos llevarían adentro después de una mañana de caminar por la ciudad. Sentada en la cama en esa pequeña habitación del hotel del segundo piso, recuerdo mirar por la puerta del balcón abierto el desorden de las líneas telefónicas a la altura de los ojos. Me imaginaba bailarinas de color rosa polvoriento bailando arriba y abajo de esas líneas, girando sobre los VW Beetles verdes que recorrían la ciudad. Recuerdo haberme prometido a mí misma que volvería.
Estudiante estadunidense del Taller de Crónica Literaria
Fuente de imagen: Sureya Melkonian
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
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