La mordida
Mary Epenshade*
El niño, recién bañado y vestido de blanco, miró nerviosamente a la señora giganta.
—Ya métete, hijo —dijo la giganta—.
—Es que me da miedo, señora.
—No te preocupes. Ahí vas a estar bien cómodo.
—¿Pero qué me van a hacer? —preguntó el niño.
—Pues nada —contestó la giganta, consolándolo—. No te van a morder.
El niño la miró con incertidumbre. La giganta lo levantó y lo acomodó en una cama blanda e infinita. Lo cubrió de pies a cabeza con una cobija suave pero tan densa que ya no podía ver ni respirar. Lentamente el niño iba perdiendo la conciencia. Después de un tiempo desconocido le dio fiebre. Sintió un calor horrible. Se volteó y se estiró inconscientemente hasta quedarse quieto.
Cuando recuperó la conciencia aún estaba envuelto en la oscuridad. Su mundo se mecía como una hamaca. Súbitamente todo paró con un ligero choque. Se escuchaba una cacofonía de voces a lo lejos.
Después de una breve pausa el niño percibió que se elevaba rápidamente. Su cama y cobija se volvían húmedas y se deshacían. El niño se deslizaba hacia abajo. Algo filoso le rascaba las piernas. Aterrorizado, el niño dio una patada fuerte. Salió volando hasta caer de espaldas en una superficie arrugada. Al enfocar la vista, vio primero un techo manchado por humedad, luego las cabezas de un par de gigantes viejos.
—¡Ay, casi me lo trago! —dijo el hombre, viendo al niño que había escupido en su mano. Lo depositó en la mesa al lado de la charola redonda de la rosca—.
—¡Ya, por fin te toca a ti! —exclamó la mujer, sonriendo—
—¡Estoy harta de hacer tamales!
*Estudiante de Estados Unidos del curso Español 8.
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
Fotografía de la autora
Imagen: Carolina Pineda
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