Foto: http://www.deerparkbullyprevention.com /2010/06/03/sack-tapping-dangerous-new-fun-and-bullying-technique
En esa época no tenía la
menor idea de lo que iba a ser mi futuro. El concepto de futuro me parecía
ilusorio. Me daba igual estar en ese colegio militar.
A mi llegada vi con
indiferencia ese conjunto de edificios apagados con sus ventanas angostas bajo
un techo llano. Crucé como un sonámbulo el patio de tierra dura donde un
plátano solitario no alcanzaba a atenuar el intenso sol. El lugar no tenía nada
que ver con la West Point Academy ni con sus
edificios coloniales blancos, sus céspedes inmaculados y sus pelotones de
jóvenes, según un reportaje que había visto en la televisión.
En mi colegio militar
rural, los uniformes se transmitían de los cadetes mayores a los menores. Y
aunque nos obligaban a limpiar las piezas comunes, los pasillos, las escaleras,
los dormitorios y los baños, el viento incansable de la sierra dejaba en todas
partes una gruesa capa de polvo.
La rutina monótona del
colegio no me molestaba. Aparte de la severa disciplina no era tan diferente de
cualquier otro instituto. Es decir, que se hallaba entre sus muros el mismo
porcentaje de depredadores y de presas.
El ritmo inmutable de
periodos de estudio y de iniciación a la vida militar me anestesiaba. Nuestros
ejercicios se limitaban a desfilar en pelotón, más o menos al unísono. El desorden
hilarante del principio se había convertido poco a poco en una coreografía de
autómatas. Nos ejercitábamos a las órdenes de un sargento colérico que me hacía
pensar en el personaje cómico de una ópera que había visto con mis padres en la
capital. Pero las bofetadas que nos daba sin advertencia no eran chistosas, de
manera que abandoné rápidamente esa imagen.
Estaba ciego, sordo y
mudo, totalmente encerrado en mi luto. Confundiendo ese episodio de casi
catalepsia con estoicismo, las autoridades del colegio creyeron que mi actitud
denotaba un potencial innegable para la carrera militar. Ese malentendido hizo
que me dejaran más o menos tranquilo.
Pero ese tratamiento no
les cayó bien a algunos cadetes mayores. Especialmente a Juan García Jiménez,
un sociópata, que se destacaba por su imaginación en el maltrato de otros. Tal
vez por no ser campesino, moreno o atlético, o por lo que fuera, me había
escogido para ser su chivo expiatorio. Me insultaba sin descanso: -pendejo,
cobarde, mariquita, etc. No pasaba ni un solo día sin que no se complaciera en
varios abusos: empujarme, atropellarme, rasgar mis reportes, escupir en mi vaso
de leche, escaldarme en la ducha, entre otras cosas.
Era bueno que no dejaran
a los cadetes de catorce años disparar balas de verdad. De otro modo me hubiera
convertido en un asesino. Por eso, estoy agradecido.
Pero todo hubiera sido
mejor si mis padres no hubieran muerto.
*Estudiante
canadiense del curso Trabajo de palabras
UNAM Canadá
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