Viaje al minisúper
Delphine Camacho*
Son las nueve de la noche. El sol se ha puesto hace varias horas. Acabo de pasar el día enterrada en mis libros de sociología, intentando terminar de escribir mi tesis. Llevo dos días sin ducharme y apenas he comido los restos de pasta a la boloñesa, que ahora están cubiertos de una fina capa de moho. Deseo beber algo dulce y comer papitas para darme la fuerza suficiente para seguir trabajando hasta altas horas de la noche. Rápidamente, salgo de mi departamento hasta las calles de mi colonia para ir al minisúper más cercano.
Camino con un buen ritmo e intento esconder la cara, pues estoy avergonzada de mi estado físico. De todos modos, no existo para los mexicanos, es un hecho, desde mi llegada hace tres meses. Así que veo de reojo cómo familias y colegas aprovechan la tarde del sábado para compartir un taco o una pizza. Parecen contentos, incluso aliviados, de que el día haya terminado. El mío no.
Aunque las calles están oscuras, puedo ver a lo lejos el letrero iluminado del minisúper como una estrella de Belén, que en este caso sería más bien una "estrella en el cielo". Ahí, el vendedor de tamales se agazapa al pie de las escaleras que conducen al antro del capitalismo alimentario. Nunca lo miro a los ojos; de hecho apenas puedo verlo porque parece sofocado por el olor de los manjares que vende cada noche. Acechando en las sombras de su puesto, espera poder irse a casa a descansar y olvidarse de su trabajo, igual que yo. Subo las escaleras de la tienda.
A pesar de que he contemplado el aura brillante de la tienda a la distancia, me deslumbra su iluminación interior, que se refleja en los envoltorios de las papas y los dulces a la venta. El local es tan pequeño, pero tan denso en lo que se vende, que me hace sentir que tengo que apretujarme y pasar por encima de montones de comida que probablemente mis padres me habrían prohibido devorar cuando era niña. Como alguien que se ha quedado atontada con nada más que el teclado de mi ordenador, no sé qué camino tomar. La luz blanca me deslumbra y me hace sentir como si estuviera en el pasillo de un hospital revestido de baldosas blancas, o como si el antídoto a todos mis males pudiera encontrarse en este antro de capitalismo y comida chatarra.
Entro y saludo a la cajera, que no me contesta. Está sentada al teléfono. Yo no existo. No importa, tengo dos objetivos: comprar un paquete de papas y una botella de refresco de manzana. Me acerco a la nevera, abro la puerta y me siento absorbida por el ruido que hace, que parece ser profundo, enmascarando la charla y las risas del grupo de amigos que ha venido a abastecerse de cerveza. Me quedo embelesada por la calma de las botellas de refresco y me olvido del tiempo. Ojalá pudiera encogerme para caber entre las botellas y descubrir qué se esconde en este mundo paralelo. Me gustaría poder deslizarme entre las botellas y explorar este universo alejado de mi realidad. Me imagino saltando, dando vueltas tan rápido que acabo cayendo en la nieve y mirando al cielo frío, blanco y gris hasta que me cubren los copos de nieve y me envuelven. El frío me envuelve y calma mis pensamientos que, por primera vez en días, se dejan seducir por la nada.
De pronto, irrumpe uno de los empleados para rellenar los anaqueles. Me sacudo y doy un portazo tras tomar mi bebida. Siento como si el mundo exterior me alcanzara. Había olvidado para qué había venido. Así que cojo mi botella y cierro la puerta de un portazo, como si la cerrara en este momento atemporal que nunca pasaría.
De golpe, agarré lo que vine a buscar para huir en dirección a casa. No obstante, esta noche, tan pronto regreso a mi hogar, al lado de toda esta carga universitaria que me espera, es como si una parte de mí se hubiera quedado en ese refrigerador.
*Estudiante de Suiza del taller de Crónica Literaria
Profesor: Eliff Lara
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México
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