Amor en el IMSS[1]
Patricia Martín Sánchez*
Llego al hospital con pies ligeros, deseando ver lo más pronto posible a Eduardo, mi marido, me formo y espero con ansiedad que camine pronto la fila y pase la revisión. No espero el elevador, prefiero las escaleras (“cuando menos hacer algo de ejercicio”). Son 72 escalones; subo ya sin aliento los últimos 12.
Por fin llego a la cama 365 sur. Encuentro a Eduardo siempre con esos ojos color miel destellando esperanza y optimismo. Lo saludo, me siento, saco el termo de café y las galletas que llevo escondidos en mi bolsa. Le sirvo en un pequeño vasito de unicel.
Volteo a ver a los demás pacientes. Nicanor, el de la cama de al lado, siempre con la mirada perdida, sin fe; está mal de la columna y no sé cuánto tiempo lleva acostado, tiene escaras y llagas en los pies y en la espalda y no hay para cuándo le hagan la resonancia largamente esperada porque “el aparato está descompuesto”, según dice la enfermera.
Durante los 10 días que lleva Eduardo internado, han entrado y salido ya varios pacientes de su pabellón. Abraham, uno de ellos, grande, moreno, bigotón y con el pelo negro y rizado al hombro, por fin se fue, después de pasar aquí 47 días, periodo del año y medio que ha tenido que estar hospitalizado por haberse fracturado en 17 partes la pierna derecha.
Don David, de 75 años, entró el mismo día y a la misma hora que Eduardo: rotura de tendón en la rodilla. Salió ayer operado y listo para la próxima, según comentó bromeando. Por cierto, ayer llegó su hijo David a sacarlo del hospital y resulta que fue compañero mío en la Universidad. En verdad qué pequeño es el mundo.
Anoche llegó a la 367 sur un señor con toda la cara hinchada, los ojos morados, la quijada rota, la enfermera dice que lo golpearon, pero no sabemos si en pleito o asalto.
Otro paciente, de 78 años, un arquitecto, recién operado de una pierna que se rompió en la Sierra de Puebla haciendo planes para casitas para personas muy necesitadas, no deja de gritar que ya se quiere ir a su casa. Llega su esposa y lo calma, le dice que igual le va a doler en su casa y que aquí está bien atendido. Lo comunica por celular con una nieta que también es arquitecta y se oye que ella lo calma y le dice que en cuanto se recupere lo va a ayudar en su proyecto de las casitas de la Sierra de Puebla. Por fin se calma cuando el Tramadol empieza a hacerle efecto.
“Ya se le pasó la hora de salir”, me dice la vigilante que me viene a traer mi pase y mi INE[2], y a la que entrego con tristeza el gafete que me cuelgo con gran ilusión cada vez que llego.
Me quito el gafete, le doy un beso a Eduardo y le pido que le pregunte al médico la fecha de su operación de fémur; me pongo mi abrigo y salgo en forma muy diferente que cuando llegué. En ese momento, como Don Nicanor, al que visita mucha gente, pero sólo se queda unos cuantos minutos, también salgo con la mirada triste y perdida. A veces hasta espero el elevador, ya no tengo prisa y, además, me da miedo caerme por las escaleras.
Llego a la calle y arrastro los pies hasta el estacionamiento. No sé por qué, pero me da temor andar sola en la calle, no llegar sana y salva a mi casa. Sé que llegaré y sólo estará mi perrita pidiendo que la deje entrar para acariciarla, pero Eduardo, mi compañero desde hace 42 años, se quedó en el hospital, esperando ser operado y que lo “liberen” lo antes posible para volver a nuestra cotidianidad, a nuestra vida que, a pesar de nuestros pequeños problemas y dificultades, es una vida feliz.
Fuente de imagen: https://unsplash.com/search/photos/couple
*Estudiante mexicana de Historia
CEPE-CU, UNAM, Ciudad de México.
Visiten el blog de la revista, donde podrán escribir opiniones y comentarios de este artículo:
https://floresdenieve.cepe.unam.mx/blog/index.php/2019/06/07/amor-en-el-imss/