Una puerta a otros mundos
Merit Vera González*
El día de muertos siempre ha sido mi fiesta favorita. Siempre he tenido esa “obsesión” de saber qué les pasa a las almas cuando se van, así que, cuando vi la película “Coco” (2018), fue ver la realización de mi imaginación.
Cuando viví en Francia, tuve muchas experiencias ayudando a mexicanos perdidos, y una de las más satisfactorias fue ayudar a poner ofrendas itinerantes por todo París. En esa ocasión recibí la llamada de mi amigo Chava, que me pedía ayudar a su cuate porque necesitaba un lugar donde dormir. Era su primera vez fuera de México, no hablaba inglés y mucho menos francés. El Niño, le apodé yo. Me dijeron que me pagarían, solo que no me dijeron cuánto.
Se suponía que El Niño tenía que participar en varios eventos de alto renombre y lo único que tenía que hacer era montar ofrendas en cada evento. Un mexicano dirá: “Bueno, pues la pone y ya”. Sí, sólo que la ofrenda duraba montada unas horas únicamente; entonces había que montar y desmontar en cada evento, a veces incluso dos veces al día; en octubre y noviembre, siendo otoño, con lluvia y sin coche. Así que andábamos con nuestra ofrenda en una maleta y varias bolsas, en el metro, en el autobús, en el tranvía. La gente veía las calacas con curiosidad, con miedo o tal vez con asco. Era muy divertido e interesante, porque los niños mexicanos traían calacas en sus manitas ¡y la gente los observaba horrorizados!
Gracias a esa experiencia, conocí a muchos mexicanos, sobre todo norteños; entré gratis a varios eventos de renombre como “Le Salon du chocolat”, en donde vi pirámides de chocolate -obvio, era yo como un perro en taquería- y, sobre todo, pude, por un lado, transmitir este lado de mi cultura y mi civilización -o mi falta de ella, jejeje- y, al mismo tiempo, observar las reacciones: cómo ven allá a los mexicanos “locos” celebrando la muerte. ¿Cómo puede ser divertida la muerte? ¿Cómo puede ser colorida la muerte? ¿Cómo pueden bailar con La Flaca? ¿Comer con ella, jugar con ella? Así: con papel picado, flores de cempasúchil, con mezcal, comida y, de este modo, ella nos permite reunirnos con nuestros seres amados en estos únicos dos días…
Siempre voy a estar agradecida con la vida y con la muerte por haber mandado a El Niño, porque fue para mí una de las experiencias más emblemáticas y divertidas que reunieron mis dos mundos, mis dos vidas paralelas: México y Francia.
¡Ah!, por cierto, sí me pagaron, pero no con dinero. Para mí habría sido suficiente la experiencia, pero al final, como no lograron vender todas las piezas de papel maché, me obsequiaron al guerrero jaguar que pueden ver en la foto, sobre la mesa, a la izquierda. Cuando volví a México, fue una de mis primeras pertenencias que empaqué, a ese le apodé M’hijo, pero esa es otra historia. :)
En la foto, de izquierda a derecha: Merit Vera González, Alejandro Cruz (el niño) y mi sista, Claudia De Anda (“Poulette”).
*Profesora de cursos de Español
CEPE-Polanco, UNAM, Ciudad de México
Fotografía: Merit Vera González
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