Crónicas, cuentos y anécdotas |
El desayuno del Sr. Presidentepor Viviane Bagiotto Botto* |
1872, ciudad de
México, madrugada del 18 de julio. El sol aún no había salido y Urania, como
solía hacer todos los días, ya estaba en pie, vestida de blanco, delantal de lino
delicadamente bordado y pañuelo de percal sobre el cabello perfectamente
alineado. En unos segundos el antiguo reloj de caoba iba a anunciar las seis.
Urania no sabía ver las horas, tampoco leer ni escribir, pero sí sabía contar,
y aquellas seis campanadas le hablarían a ella. Antes de las seis todo
debía estar listo, y lo estaba; las pequeñas cucharas de plata grabadas con el
símbolo de la masonería, traídas de España, se encontraban minuciosamente
puestas a la izquierda de la taza azul. Ésta, puesta boca arriba, para que el
café pudiera ser servido inmediatamente, sin ningún movimiento además del
deslizar negro y aromatizado que tanto le gustaba a él. La pequeñita jarra de
leche y la azucarera también estaban en la mesa, exactamente delante de la taza.
Verificó, una vez más, la disposición de la loza, se colocó al lado de la
puerta de entrada y lo esperó. Él vendrá solo;
después de la muerte de doña Margarita él siempre desayuna solito y en
silencio. Urania es la única que tiene permiso de estar en el comedor y todo lo
que oye durante casi dos horas es un simpático Padiuxhi, "buenos días" en
zapoteco, idioma que tienen en común. Finalmente el reloj toca, son las seis.
Ella siente sus pasos en el corredor, debe de estar cerca. Pero no llega.
Urania entiende su equívoco, seguramente ha imaginado pasos, porque siempre los
escucha, porque así ha pasado en los últimos cuatro años. Su espera sigue, mira
el horizonte, vacía el pensamiento, ve las ovejas, la montaña con sus
plantaciones de maguey; ella es niña, su padre todavía vive, ambos están debajo
de una gran sombra, ella tiene sed y se siente segura. El reloj la despierta,
son las seis y cuarto. Él no vino. Ahora si se preocupa. ¿Qué le habrá pasado?
Nunca se había atrasado, ni cuando doña Margarita estaba enferma y no lo
acompañaba, porque ya no podía caminar. Oye pasos, pero no son los suyos, ella
los reconocería. Divisa al periodista Balandrano, que viene con sus periódicos
debajo del brazo y entra directamente al salón de recepciones, en donde se van
a encontrar después del desayuno. Balandrano le va a leer los periódicos y van
a reírse juntos, mientras ella les va a servir un poco más de café. Urania siente el fresco de la mañana, sabe que luego
empezará el calor y sólo podrá sentir nuevamente el frescor cuando llegue la
tarde, al caer de la lluvia. Ayer él tomó lluvia, ella fue quien secó las
huellas dejadas por sus botas sobre el tapete. ¿Sería por eso que se atrasó?
¿Estaría resfriado? ¿Enfermo? No recordaba ninguna vez que se hubiera enfermado
o perdido el apetito, excepto en la noche pasada. No vino a cenar. Por vuelta
de las ocho Juan Idueta vino a la cocina y le
pasó la orden: "Él quiere que le lleve una taza de atole". Ella se espantó,
porque fue llamada más temprano que de costumbre. Cuando entró en la habitación
él ardía en fiebre, ella no dijo nada porque no osaría hablarle, únicamente le
sonrió con timidez. Se acostó, dejó que él mismo le sacara la bata, sintió sus
manos calientes, su cuerpo pesado y su fiebre. Cuando se vestía y estaba por salir
él pidió que se quedara un rato más. Urania recuerda la noche y tiene ganas de
llorar, como tuvo en aquel momento. Deja escurrirse una lágrima, como ayer,
cuando él puso la cabeza en su hombro, cuando dejó que sintiera su respiración
apretada, cuando quiso ahogarse en ella. Antes de las once se sentó en la cama
y le habló con un gesto, apuntó la mano hacia el lavabo. Ella entendió: trajo
la vajilla con agua, lo limpió suavemente, sintió otra vez su fiebre, su cuerpo
que temblaba, vio sus ojos apequeñados. No le preguntó si quería que llamara a
alguien, porque sabía que él no le contestaría. El reloj suena, son
las ocho de la mañana. Niza en la cocina debe de estar preocupada, Urania
todavía no ha buscado el café, ojalá no se enfríe, ojalá él llegue luego. El
periodista viene al comedor y le pregunta por el presidente. Urania le contesta
con un movimiento de hombros, no sabe hablar muy bien el español, tiene
vergüenza, pero sabe que el hombre comprende su gesto. Vuelve a sus ovejas, a
su pueblo, a su padre y a la montaña; sigue en su espera. Lejos oye la voz de
doña Manuela, habla al patrón Santacilia: "¡Esposo! ¡Esposo! Id por el doctor,
rápido, no le digáis nada a nadie, que venga luego". El pecho de Urania se
aprieta, sus ojos se mojan otra vez, mal tiene tiempo de secar la lágrima y ve
a los niños, ellos entran en el comedor, ya están bañados y con los cabellos
oliendo a limón. Ella se apresura, los acomoda en la mesa, corre a la cocina
por más leche, chocolate, frutas,… Niza intenta chismear con ella, le comenta
que el día está raro, le pregunta por qué se tardó en buscar el café, se queja
por haberlo rehecho tres veces. Urania finge no escucharla, regresa rápidamente
al comedor, termina de poner la mesa a los niños, y se reposiciona en su
puesto. Erecta al lado de la puerta, en su posición de estatua blanca que
espera. Tal vez debiera haberle dicho a Niza que no se preocupara con el café,
que él ya no tomará café. El reloj suena, son
las diez. Santacilia regresa con el doctor Alvarado, vienen corriendo, se meten
en la recámara presidencial. Doña Manuela viene al comedor, desenraiza a Urania
de la puerta y le dice que mande a Niza a hervir una olla de agua limpia, es un
pedido del médico. También debe traer té de manzanilla a todos, incluso a los
niños. ¡Pobre Niza! Después de tantos cafés le tocará calentar agua pura y
también hacer el té. El reloj suena las doce. Urania ya no sabe contar cuántas
veces doña Manuela vino y regresó, del comedor a la recámara del padre y de
allí al comedor. Santacilia viene al salón y ordena que los infantes pasen a la
habitación del suegro. El doctor Balandrano le pide permiso para también pasar
a ver el presidente. Santacilia se disculpa y dice que el presidente sólo
quiere ver a la familia. Urania ya entendió, el periodista también. El reloj suena la
una. Urania ya fue y regresó a la cocina un millón de veces, mucha gente ha
pasado por el salón y el comedor desde la mañana. Ella sigue la instrucción de
doña Manuela y mantiene la mesa siempre llena, también sirve té y galletas a
todos. Niza en la cocina está sudada, Juan le está ayudando, trae leña a cada
rato y Rosario dejó las recámaras para auxiliarlos con las comidas. Urania
también está cansada, siente sus piernas pesadas de tanta actividad, pero lo
que más le molesta es este aprieto en el pecho. El reloj suena las cuatro. El
cielo está cubierto, el aguacero no va a tardar. Urania plancha, por
última vez, el traje oficial del presidente, como le ordenó la patrona doña
Manuela. El reloj no puede ser oído desde el cuartito de lavado, pero la
intensidad de la lluvia denuncia que aun no son las siete. Por la ventana
Urania ve a Juan con el carruaje negro del presidente que trae al Doctor
Lafragua, a quien Urania reconoce, porque ya estuvo muchas veces en la casa.
También llegan otros, los doctores Gabino
Barreda y Rafael
Lucio, los mismos médicos
que estuvieron en la casa el año pasado, cuando falleció doña Margarita. A los
demás Urania no conoce, jamás los ha visto en la casa. La noche invade
definitivamente las habitaciones, Urania prende las velas y enciende las
lámparas del salón y del comedor. El reloj suena las
diez. Finalmente Urania es llamada a servir té en la alcoba. Entra con la
cabeza baja, como le enseñaron, sirve té y galletas a los doctores, a doña
Manuela y a don Santacilia, que están sentados alrededor del presidente. Al pie
de la cama está el joven Benito y los niños acomodados en el piso, sobre el
tapiz. Urania no se contiene y lo mira: tiene los ojos aun más pequeños que en
la noche pasada, respira con dificultad y su pecho está quemado, en carne viva.
Su corazón se aprieta otra vez, las lágrimas parecen saltarle de los ojos;
antes de desviar la vista, para que no la vean llorando, Urania es sorprendida
por su mirada. Siente el cuerpo entero desvanecer, ¿podrá soportar el llanto?
Él se voltea en la cama, hacia ella, junta las manos cerca de la cabeza, como
si fuera a rezar, y sonríe. Urania intenta devolverle la sonrisa, pero no tiene
tiempo, su mirada empieza a vaciarse, él ya no está. Se oye el reloj, once
campanadas. Los doctores perciben su ausencia, lo tocan rápidamente, doña
Manuela se desespera: "¡Papá! ¡Papá, no te vayas!". Todos se
alborozan, mientras Urania sale de la alcoba, ya sabe qué debe hacer. Pasa por la cocina,
dice a Niza que haga más té, hace un gesto afirmativo con la cabeza para Juan,
quien la entiende y sale a preparar el carruaje. El reloj suena las doce.
Urania camina por el corredor, trae el traje negro del presidente en las manos,
debe entregarlo a don Santacilia. Pero antes de hacerlo deja caer algunas
lágrimas sobre la tela, es su forma de tocarlo por la última vez. * Estudiante brasileña del Curso de Crónica CEPE-CU, UNAM,
México, DF |
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